Un individuo -de ahora en adelante X- vive aproximadamente a 9.000 km. del lugar en donde reside un familiar directo -supongamos que se trata de su sobrino veinte años menor, a quien llamaremos K. Por diversas cuestiones que siendo éste un caso completamente imaginario no viene al caso enumerar, X y K no tienen una comunicación todo lo frecuente y estrecha que desearían. En particular X nunca mencionó a K que practica una actividad poco común -la escalada deportiva, por utilizar un ejemplo verdaderamente exótico.
Pero ahora supongamos que en su más reciente comunicación un excitado K le cuenta a X que practica esa misma actividad aproximadamente desde el momento en que comenzó a hacerlo X. Pregunto entonces ¿debería X seguir creyendo que los eventos y sucesos que se producen más allá de los actos que los individuos realizan deliberadamente no acaecen más que por azar?
12.7.07
azar III
13.10.06
azar II
Esta historia comenzó hace mucho tiempo pero sólo recientemente tomé conciencia de ella. A raíz de la situación que referiré al final, P. me recordó que el dinero con el que compré a Olga* lo gané en una rifa organizada por las alumnas de una reconocida escuela de educación artística del Oeste del Gran Buenos Aires. Eso me trajo a la memoria que tiempo después, cuando tuve que viajar de Paris a Londres, elegí hacerlo con el Eurostar (porque si me iban a romper el orto que lo hicieran con style), pero como partió con 20 minutos de retraso gané el pasaje de vuelta gratuito. Finalmente el círculo se cerró hace una semana, en el Centro de Distribución de Oca en San Telmo, cuando fui a buscar mi premio de la promoción Nescafé Dolca: tres tarros de 170 gramos de café instantáneo, tres latas de café con leche y azucar, tres cajas de capuccino y una cantidad indeterminada de cubitos de telgopor de alta densidad de 2 centímetros de lado. Y una caja de cartón.
Mi suerte está en irreversible decadencia.
* No es una esclava sexual rusa de ojos azules y grandes tetas sino mi Ibanez Roadstar II de 1984.
1.8.06
azar I
Eso que comenzó como un round de lucha libre terminó con un empujón y el codo de Pablo incrustado en la guitarra de mi hermana en una confusión de madera, sangre, cuerdas y ruidos de roturas varias. No me preocupé demasiado: a mi hermana le interesaba la música, consecuentemente a mí no. Pero mi viejo, a su modo, logró captar mi interés de inmediato: tuve que hacerme cargo de reponer el instrumento con mis ahorros. Como éstos eran escasos al principio recurrí al préstamo. Martín –el músico del grado- me facilitó por un tiempo su guitarra azul (parecida a la de Jolimeo) lo que me hizo pensar que un instrumento no necesariamente debía ser feo. Luego Sergio me ofreció en venta una cosa de lata tan extraña que la tuve que rechazar*, y en cambio acepté la propuesta de Fernando: una guitarra que su padre –integrante del Cuarteto o Quinteto o Sexteto Imperial- había descartado, y cuyo puente sólo la pericia del viejo D´Agostino consiguió mantener en su lugar natural. El instrumento en sí me salió barato, el arreglo evaporó mi dinero. Pero claro, no había muchas formas de rechazar una propuesta de Fernando: además de ser el winner del grado tenía un séquito de patovicas que podían molerte los huesos antes de que pudieras decir Juan Pérez.
** Intento cuyo éxito no es mi intención juzgar en este post.